Por: PAULA ANDREA ARCILA JARAMILLO

Docente, escritora, investigadora y gestora cultural de Risaralda

La escultura del Zipa labrada en bronce envejecido, como detenido en el tiempo desde su creación misma, es símbolo de una historia perdida en fragmentos, en rumores que se escuchan sobre Chiminigagua, creador del mundo.

En tus parques hay una pretensión de modernidad que no puede ser. La lentitud y la memoria aunque miradas de reojo son la lógica de la tierra de la sal. Los carros van despacio y dejan que los peatones crucen lento las avenidas. No hay andenes, solo bolardos que golpean las canillas de los descuidados. Al llegar a ti se siente el frío del cerro que cae sobre la sabana. Se erige pronto la estatua del Zipa Tisquesusa ofrendando a la montaña, lugar de pagamento para visionar el territorio Muisca; su cuerpo es musculoso, el cabello largo, sus pies y manos están adornados de brazaletes tallados con figuras de memoria antigua, las mismas de los sellos y husos de las mujeres hilanderas.  Lleva una corona de sol, una manta, un taparrabo sostenido por dos discos de oro en los flancos de sus caderas, y el frío que baja por la montaña. El Zipa mira fijamente la vasija de barro que lleva en sus manos estiradas, llena de sal vigua, virgen. El oro blanco.

La escultura del Zipa labrada en bronce envejecido, como detenido en el tiempo desde su creación misma, es símbolo de una historia perdida en fragmentos, en rumores que se escuchan sobre Chiminigagua, creador del mundo.  El Dorado, Bachué y Bochica, suelen ser palabras frecuentes y vacías que resuenan en la memoria de tus habitantes, muchos no saben de la madre primigenia, del sabio que entregó el arte del tejido, ni de los ritos que en tu pecho practicaban. Los nombres de algunos lugares de Cundinamarca (comarca del cóndor, según su origen quéchua) recuerdan cosmovisiones atenuadas por el cristianismo y catolicismo. Chía (Tierra de la luna), Iguaque, Anapoima, Noaima, Facatativá, Cajicá (fortaleza de piedra), Bacatá o Bogotá (límite de la labranza), Bituima (nuestro boquerón), Soacha (sol barón), Subachoque (frente de trabajo), Sesquilé (agua caliente), Zipaquirá (pie del cerro del Zipa). 

En tu tierra habitaron distintos pueblos: Muiscas, Panches y Sutagaos. Recordamos a los primeros por su lengua, el muiscubum, la orfebrería y alfarería, algunas huellas de su pensamiento religioso, y por supuesto, la tradición salinera. La comunidad Chicaquicha era el punto central del comercio donde llegaban tus caminos de sal. En la Colonia los españoles continuaron explotando la riqueza de tu territorio con la fuerza de los nativos poseedores de la experiencia y sabiduría salinera.  La sal hacía parte del tributo —junto con el aguardiente y el tabaco— que las capitulaciones comuneras lograron abolir el 8 de julio de 1781. - “Yo diría que con la sal de Zipaquirá fue bautizada la república”, dice la frase de Lleras Camargo forjada en una placa en la escalera del concejo municipal, a razón de que la sal “financió las campañas libertadoras de Nariño y Bolívar que llevaron a la independencia de Colombia, Ecuador, Perú, Bolivia y Venezuela”, dicen los historiadores. Así fue como tu gente fue liberada y a su vez esclavizada por la sal.

La tradición salinera Muisca desapareció con la llegada de los españoles y la imposición del método de Humboldt. Los Muiscas tomaban el agua salada que emanaba de la tierra, la cocinaban en vasijas de barro hasta que se evaporaba el agua, luego quebraban los recipientes y extraían los panes de sal que luego trocaban en el mercado y ofrendaban a sus dioses.

La estatua del Zipa Tisquesusa fue construida en tu suelo, al lado de la estación del tren, por Antonio frío, y hace parte de la obra “El sendero de los Zipas”, una ruta de memoria por los hombres que te gobernaron desde 1450: Meicuchuca (1470), Saguanmachica (1470-1490), Nemequene (1490-1514) y Zaquesagipa (1538). Fue polémica la millonaria inversión en “El sendero…”, sin embargo, es claro el símbolo de la ancestralidad que allí se erige, junto con los interrogantes que genera llegar a un pueblo de Colombia donde está el Zipa mirando al cerro en vez de Bolívar a la iglesia católica.

Qué capítulos de la historia se trazan en tus calles, cuáles quieres reconocer, cuáles borrar, qué memoria de la tierra tienen los que te habitan: ¡Zipaquirá, territorio de Bacatá gobernado por el Zipa, hijo de la luna (chie)!

Un zipaquireño que camina la calle del tren dice al mirar la imponente escultura -“esa que usted ve ahí, costó mil millones”; pero nadie parece saber quién fue Tisquesusa, el último cacique de Bacatá que gobernó 24 años (1514-1538) hasta que su muerte dada por un soldado español le cedió el trono a Zaquesagipa, su hermano, cuando llegó Gonzalo Jiménez de Quesada. Mucho menos los transeúntes se preguntan qué lleva el Zipa en sus manos, ni qué era eso que los abuelos llamaban “sal vigua”, sal virgen que hoy no tiene el valor de los tiempos prehispánicos, gracias —tal vez— al proceso de industrialización y la producción desaforada de sal refinada.

 Me espera ahora el camino por La Catedral de Sal. Juego al turista que mira. Subo un cerro que comienza en el museo arqueológico donde se encuentran las piezas de 14 culturas prehispánicas.  Hay un cúmulo de historia bajo mis pies, en tu roca salina. Me acerco a la catedral. El oro blanco de los Muiscas, la imposición colonial, el trabajo de miles de obreros criollos, el sudor de esclavizados, los pasos de miles de turistas extranjeros vienen y se agolpan en mi cabeza. Entro, sus paredes muestran los primeros vestigios salinos como estalactitas, sal blanca y húmeda; luego veo los socavones, cada uno es una estación del viacrucis, trabajo de mineros que durante meses solo vieron la noche, hay estatuas de santos y el olor de la sal húmeda me pica en los ojos. Algo se pinta de un halo de hipocresía, la majestuosidad en el subsuelo, lo bello y lo sublime a costa del trabajo incansable en esta inmensa roca, a costa de los derrumbes, de la luz y de la vida. Adentro, la representación, una vez más, del camino tortuoso de Jesús hacia la muerte.

(En algún lugar entre los santos, aparece una simulación kitsch de la leyenda del Dorado que usa como personajes maniquíes disfrazados). El viacrucis me recuerda cada uno de los círculos del infierno de Dante, donde los mineros, inocentes tal vez, pagaron su pena en el frío y la oscuridad. Paso por túneles que fueron creados con laboriosidad hiriendo la tierra, no como lo hacían los Muiscas, esperando que el agua salada se asentara y se cocinara en el barro la salmuera. Hoy, a través del método de fracking se extrae la sal que esparcimos sobre nuestros alimentos, sin recordar que cada grano era oro de tu vientre.  Algunas tiendas, a la salida de la catedral de sal, venden bolsitas de una sustancia gruesa granulada, como una piedra grisosa que llaman sal vigua, lo más parecido a la sal de los Muiscas.

-“Mami esa sal es muy medicinal, sirve hasta para el dolor de muela, usted se pone ahí en la boca un pedacito, y se lo cura”, dice doña Ema.

 

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