Paula Arcila Jaramillo

 

Con pandemia o sin pandemia los oficios, las artes, la cultura son una lucha individual y de pequeños colectivos que resisten a su manera. Ni hablar de los trabajadores independientes, artesanos, contratistas, vendedores ambulantes.

Confinarse,  apartarse,  excluirse,  privarse  de  la  libertad  de  movimiento, encerrarse, encarcelarse, exiliarse, ha sido en la experiencia humana el caso del preso, el loco, el internado, el ermitaño, el monje; una vivencia de renuncia al  mundo  exterior,  al contacto  y  muchas  veces  a  la  socialización  que  tiene como privilegio o condena el espacio para internarse en sí mismo e inventarse las maneras de ser libre empleando la mente, la palabra, la creación, porque de  otra  manera,  sin  estos  rituales,  se  hace  factible  la  locura,   el  “morir  de realidad” entre cuatro paredes, aunque el encierro parece más una condición psíquica que corporal. Casos del encierro en la literatura son numerosos, “El beso  de  la  mujer  araña”  de  Manuel  Puig,  “El  monje”  de  Matthew  Lewis, “Sufrían  por  la  luz”  de  Tahar  Ben  Jelloun,  etc.   Estos  personajes  sufren  el hambre  (de  alimento  y  de  la  carne),  la  oscuridad,  la  dominación,  todos encuentran maneras de resistir.  Ni en Colombia ni en América se nos hace raro el encierro con la cantidad de presos políticos que marcan la historia de las dictaduras y la extrema derecha, los secuestros de las guerrillas que por décadas  vimos  en  las  noticias  y  leímos  en  crónicas  como  “Noticia  de  un Secuestro” de Gabriel García Márquez y “Diario de un secuestro” de Leszli Kálli.

No  obstante,  a  veces,  ¡qué  placer  nos  da  el  sentirnos  atrapados!  y  qué confusión  el  sabernos  libres.  He  ahí  la  contradicción  humana,  que  siente placer y bruma en la libertad. El bondage, es una práctica erótica muestra de ello: el placer de no ser libre. Bondage traduce esclavitud y cautiverio. En este caso, la supuesta sumisión de “la víctima” amarrada, inmovilizada, genera en el verdugo el placer de la dominación, sin embargo, recuerdo una de las frases de la actriz porno Kelly Stafford (en el documental Rocco): “La sumisión no es humillante, ¿por qué debería avergonzarme si soy yo la que gozo?” Aquí el sometido es entonces quien domina al supuesto “verdugo” que simplemente obedece a sus deseos, no ocurre así en otros casos de abuso del poder… (Me he fugado del   tema,   esto   es  producto   también  de   la  cuarentena,   el  boom   de   la pornografía y el negocio de los modelo webcam).

En  todo  caso,  y  volviendo  al  tema,  abogo  por  los  placeres  que  puede ofrecernos este encierro como el cese del trajín diario y del tiempo devorador y amenazante, y la pequeña parálisis del mundo enfocado en la producción y no  en  el  ocio  creativo,  sin  embargo,  el  descanso  con  hambre  no  se  vale;  en Colombia no hay condiciones para el ocio ni para el arte. Con pandemia o sin pandemia  los  oficios,  las  artes,  la  cultura  son  una  lucha  individual  y  de pequeños colectivos que resisten a su manera. Ni hablar de los trabajadores independientes,  artesanos,  contratistas,  vendedores  ambulantes.  No  quiero caer, entonces, en la romantización del encierro ni de nada.

 No  obstante,  puedo  nombrar  otras  virtudes  del  confinamiento  como  la soledad,   la   auto-terapia    obligatoria   del   manejo   de   la   ansiedad,   el descubrimiento  de  las  amistades  que  permanecen  a  pesar  de  no  tener contacto, la invención de trabajos alternativos ante la pérdida o ausencia de contratos, adelgazar o engordar según la suerte, tener tiempo para dormir y soñar,  afianzar  la  empatía  y  la  capacidad  de  ayudar  a  quien  lo  necesita, regresar  a  ser  niños  en  la  interacción  con  nuestros  hijos,  la  activación  de economías como el trueque, el regreso al homeschooling.

 Voy ahora, hacia esos hábitos que son cura y modos de resistencia en estos tiempos y que tienen que ver con la expresividad. Recuerdo el caso de Theodore Kaczynski, el famoso ermitaño apodado Unabomber que desde su choza en Montana, EUA, enviaba cartas explosivas a universidades y aerolíneas, (no les  doy  ideas),  solo  traigo  a  colación  su  caso  para  ejemplificar  este  deseo discursivo   que   acomete   al   “encerrado”;   en   el   caso   de   Kaczynski   se manifestaba  a través del crimen,  los  atentados con  las bombas caseras que construía  y  los  artículos  que  enviaba  a  los  periódicos  para  que  fueran publicados a punta de amenazas. Ese deseo de expresión es algo que chuza en el pecho, en la garganta o en las manos de los confinados, por ello las redes sociales  explotan  en  conciertos,  recitales,  Facebook  lives,  textos,  retos  de publicaciones, maneras de comunicar y dar cuenta de estar vivo a través de mensajes embotellados en la web.  “Hablo para taparle la boca al silencio” decía el poeta Humberto Ak´abal.

 Recuerdo a Theodore Kaczynski no sólo por su cualidad de ermitaño sino por sus tendencias neoluditas, también presentes ahora en las múltiples teorías conspirativas  que  explican  la  pandemia  como  una  invención  a  favor  del desarrollo de tecnologías como el 5G, y la virtualización- control del mundo, la educación y el trabajo.

 Otro  caso  de  confinamiento  está  presente  en  la  absurda  película  española titulada   “El   anacoreta”,   filmada   en   un   cuarto   de   baño   (por   falta   de presupuesto),  e  inspirada  en  “La  tentación  de  San  Antonio”  de  Flaubert. Fernando Tobajas (el anacoreta) decide encerrarse por completo en su baño como negación a la sociedad de consumo, y aunque de vez en cuando recibe visitas no calma su deseo de expresión: envía mensajes dentro de tubitos de plástico  que  arroja  por  el  inodoro,  esperando  que  alguien  los  encuentre. Efectivamente  una  mujer  halla  uno  de  sus  mensajes  y  va  en  busca  del anacoreta. Al interactuar se enamoran, luego ella se convierte en la tentación para salir de su encierro. Los tubitos que enviaba Tobajas recalcan que el héroe del confinamiento es el lenguaje, la heroína es la palabra, la esperanza es que el arte persista durante y después de los tiempos difíciles.

 Me es preciso también hablar de rituales de transición que algunas culturas en Colombia practican y que están relacionados con el “confinar”. En el ritual del “encierro” wayuu,  las niñas en  su transición  a majayut  (señoritas),  son encerradas en su rancho para aprender cómo desempeñarse de acuerdo a su rol  de  mujer  en  la  comunidad.  Les  cortan  el  cabello;  aprenden  diferentes tejidos de sus tías y abuelas; preparan la chicha, ayunan sal y azúcar; toman brebajes de purificación; sueñan e interpretan sus sueños.  Las niñas Tikuna del Amazonas viven el ritual de la pelazón. Al llegar su primera menstruación se les organiza una especie de casita con telas de yanchama en la que durante varios meses reciben consejo y cantos de sus abuelas, donde aprenden el tejido y el cuidado de los hijos. El rito finaliza en una celebración en la que se danza y  se  corta  el  cabello  de  la  niña.  Este  proceso  simboliza  el  proceso  de transformación de crisálida a mariposa.

 Pero no solo las mujeres viven el ritual del aislamiento, también los jóvenes koguis  aspirantes  a  mamus  deben  pasar  por  un  proceso  de  varios  años  de retiro en las montañas, para convertirse en los máximos guías de sabiduría del pueblo y poder responder a inquietudes espirituales o problemas sociales, económicos y ambientales.

El   confinarse   implica,   por   tanto,   transformación   (no   estoy   usando   la insoportable palabra “reinventarse” tan popular en estos tiempos). El encierro ritual  resulta  una  alternativa  para  incorporar  ciertos  hábitos  y  movilizar nuevas preguntas y nociones sobre la vida, y en otros contextos no rituales. Implica cambio en tanto obliga a la mente humana a palear estados de crisis mentales, económicas, sociales. A propósito, resuena en mi cabeza la canción Crystalline  de  Bjork:  “conquisto  la  claustrofobia/  y  solicito  luz/  nébula interna/ rocas creciendo en cámara lenta/ conquisto la claustrofobia/ y solicito la luz/ es la chispa en que te conviertes/ conquista la ansiedad...”

 En el encierro enloqueces o encuentras la manera de no volverte loco, pero la opción  nunca  es  callar.  La  mayajut  teje  durante  su  encierro  y  es  ese  su lenguaje, su chinchorro, su mochila, las historias y los cantos aprendidos de sus mayoras. El poporo se convierte en el canal de comunicación del mamu que se aísla entre las montañas, es su lápiz y su hoja.

 Cada    quien    encontrará    la    manera    de    sobrevivir    ante    esta    crisis multidimensional. Y ante la modernidad, la ausencia de rituales, las crisis de los  afectos,  se vale jugar con  el  lenguaje,  afianzar ciertos vínculos, poner  a prueba y ejercitar la empatía.

 ¿Qué nos ha dejado este confinamiento?, además de las múltiples respuestas que cada quien pueda dar, sé que también sufrimos de pérdida de la memoria. Lo que queda en la mente y el corazón después del encierro se esfumará sin mucho problema. No ocurrirá igual con la recesión que se avecina. La gente sale a las calles, olvida que existe un “tal virus”; olvida la muerte de líderes sociales durante la cuarentena; olvida que adentro de las casas hay niños  y mujeres siendo maltratados; olvida que los niños de las veredas se quedaron sin  escuela  o  más  bien  volvieron  a  la  verdadera  (la  chagra  y  el  fogón); olvidamos  y  olvidamos;  y  así  se  irá  desvaneciendo  el  encierro  mismo.  La gente se des-confinará y se irá de regreso a sus vidas.

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